El invierno sacudía las trincheras gondorianas que aún sitiaban Osgiliath en aquel invierno del año 3007 de la Tercera Edad. No hacía muchos días que habíamos entregado el mensaje al general Boromir y liberado al capitán Madril y a uno de sus montaraces de las garras de una patrulla de exploradores orcos. Las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Al parecer, unos dos mil guerreros del Señor Oscuro avanzaban ahora por el sur de Ithilien, y otros tantos se habían apostado al norte de Cair Andros para impedir que Gondor pudiera mover a sus fuerzas al sur. El asedio que durante dos años había mantenido sitiada Osgiliath ininterrumpidamente se veía ahora amenazado.
QUINTA PARTE EL ESTANDARTE
El invierno sacudía las trincheras gondorianas que aún sitiaban Osgiliath en aquel invierno del año 3007 de la Tercera Edad.
No hacía muchos días que habíamos entregado el mensaje al general Boromir y liberado al capitán Madril y a uno de sus montaraces de las garras de una patrulla de exploradores orcos. Las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Al parecer, unos dos mil guerreros del Señor Oscuro avanzaban ahora por el sur de Ithilien, y otros tantos se habían apostado al norte de Cair Andros para impedir que Gondor pudiera mover a sus fuerzas al sur. El asedio que durante dos años había mantenido sitiada Osgiliath ininterrumpidamente se veía ahora amenazado.
Tras colocar a una fuerza significativa en el norte para asegurar la retaguardia, el general Boromir preparó las defensas en la ribera este del Anduin, empleando para ello a las compañías quinta y cuarta. Y de la cuarta éramos nosotros.
Acampamos tras una empalizada que llegaba desde la orilla del Anduin hasta los Montes de la Sombra. Todas las fuerzas se concentraron hacia el sur, dispuestas a repeler al enemigo. Para mantener vigilada la ciudad, cavaron una trinchera cerca de sus murallas con unos cuantos arqueros para vigilarla.
Una noche, cuando ya anunciaban a diestro y siniestro que el enemigo se nos echaba encima, Boromir envió al capitán Brelion a asegurar la retaguardia, las trincheras que rodeaban la ciudad.
El capitán, acompañado de su inseparable alférez Thréomil, el abanderado de la cuarta, y su guardia personal compuesta por diez veteranos, se dirigió hacia la zona, y le encargó al capitán Ingold que le llevara la tienda en la que haría noche.
-Mírale- gruñó Ingold, -nosotros durmiendo entre el barro de las trincheras y el señorito quiere su tienda. Y pensar que yo también soy capitán...
Sin embargo, fuimos nosotros y no Ingold los que tuvimos que cargar con la tienda hasta allí, escoltados por tres hombres más.
El capitán escogió un lugar apartado, justo tras las trincheras, al lado del río, y allí montamos su tienda, un pabellón bastante grande y con muchos compartimentos, de color negro y con el Árbol Blanco estampado en todas sus caras.
Nos dieron unas cebollas para cenar, e Ingold nos llevó no muy lejos de la tienda del capitán, tras un parapeto de tierra que nos aislaba del viento, pero que tenía el frío Anduin tras de sí. Allí encendimos un fuego y cenamos.
Estábamos Ingold, Mablung, Ïliath, Rimmon, Eremir, Cirion, Durkas, Grem, Arnold y yo, además de los tres guerreros que nos acompañaban: Ragnald, Bernnon y Caid.
-Mal número- gruñó Ïliath, pesimista.
La noche era despejada y se veían las estrellas y la luna menguante. Hacía mucho tiempo que no estaba el cielo claro, puesto que siempre se encontraba lleno de nubes. Y pese a lo bonito del cielo, los rugidos del Monte del Destino no dejaban de sobrecogernos cada vez que éste tronaba, y eso que llevábamos años escuchándolo.
Cenamos en silencio, tranquilamente, preguntándonos qué ocurriría al día siguiente.
Al acabar la cena, Ingold organizó las guardias: Ragnald y Bernnon la primera, Cirion y Rimmon la segunda y reservó la tercera para sí, junto con Mablung. Feliz de librarme, me tumbé en el suelo, junto a la hoguera, me envolví en mi capa, usé mi mochila como almohada y me puse a dormir. Sentía frío en los pies, y el olor a humo me mareaba, pero aun así no tardé en quedarme dormido. Ya estaba cansado tras tanto tiempo de servicio.
Me despertaron unos gritos. Aún no había amanecido del todo, el frío del Anduin invadía la zona y sólo una luz pálida y grisácea que asomaba por el horizonte iluminaba el mundo.
Parpadeé varias veces mientras bostezaba, remolón. Ingold y Mablung, apoyados en el parapeto, hablaban con nerviosismo y preocupación. La batalla había comenzado, lejos de allí. Vi que algunos soldados se habían levantado ya y se estiraban. Grem, el rohirrim, iba zarandeando en silencio a los que aún dormían.
Me levanté y avancé hasta el parapeto, junto a Mablung. Los ojos amables y azules del molinero me sonrieron.
-¿Qué pasa?- pregunté.
-Ya están atacando la empalizada- explicó Mablung, con calma –pero hay movimiento allá adelante. No lo vemos bien con la niebla.
-Voy a explorar- se ofreció Caid.
Desayunamos unas lembas, que con poco sacian, y que pese a ser tan poco corrientes eran muy populares en el ejército gondoriano. Al poco, Caid volvió. Parecía agitado.
-Mi capitán, casi todas nuestras fuerzas están combatiendo al enemigo que ataca por el sur, y un contingente de orcos ha salido de la ciudad y ataca nuestras líneas.
-¿Un contingente?- preguntó Ingold. -¿Cuántos?
-Unos doscientos a ojo, señor.
Doscientos orcos. Cuatro veces más de los hombres que defendían la trinchera.
Nos incorporamos y nos armamos.
-Vamos a salir a reforzarles- ordenó el capitán.
Apenas sí se había puesto Ingold el casco cuando aparecieron varios hombres corriendo hacia el sur.
-¿Qué pasa?- les gritó Ingold.
-¡Han tomado las trincheras! ¡Corremos a avisar al general Boromir!
Nadie. No había nadie cubriendo la retaguardia. Y los muy cobardes huían a avisar, en vez de mandar a uno y quedarse el resto a luchar.
En ese momento, el capitán Brelion, alarmado por los gritos, salió de su tienda, en camisa y cueros. Algunos de sus veteranos iban con él. Miró a los soldados que huían y a los orcos que se acercaban corriendo por el otro lado y comprendió todo lo que había pasado.
-¡Maldición!- gritó, corriendo al interior de la tienda a por su espada. Algunos de sus hombres se habían armado, aunque a medias. Casi todos llevaban el peto, pero pocos llevaban además casco, rodilleras, espinilleras o cualquier otra parte de la armadura.
-¡Aquí, Brelion! ¡Aquí!- gritó Ingold agitando las manos. El capitán le vio e hizo amago de correr hacia nosotros, pero los orcos ya les habían alcanzado.
-¡Rápido!- nos gritó el capitán -¡Coged los arcos, tenemos que cubrirlos!
Montamos flechas en los arcos y corrimos a disparar. ¡Qué mal se apunta con los nervios a flor de piel y las manos heladas!
Intentamos cubrirles la retirada, y varios orcos cayeron muertos, pero Brelion y sus hombres quedaron atrapados por la maraña de enemigos y no les quedó más remedio que batirse con todo lo que tenían, medio desnudos, y luchando no contra enemigos, sino contra la mismísima muerte. Como leones se defendían, pero el enemigo era muy superior.
El alférez Thréomil echó a correr hacia nosotros tratando de poner a salvo su estandarte, aquel estandarte que sus manos habían sostenido durante décadas en múltiples batallas.
Nosotros seguíamos disparando, tratando de cubrir al portaestandarte y al mismo tiempo ayudar al capitán de nuestra compañía, de cuya escolta ya habían caído dos hombres y el propio Brelion llevaba una buena cuchillada en el abdomen.
A apenas sí diez metros de nuestro parapeto, una flecha negra le entró a Thréomil en los riñones. Cerrando los ojos y haciendo una mueca de dolor, el viejo alférez cayó de rodillas, soltando el estandarte.
Resoplando y jadeando, trató de cogerlo y arrastrarlo hasta nosotros, pero otra flecha en la espalda terminó con su vida, y el ensangrentado cuerpo del veterano Thréomil quedó tendido sobre su más fiel compañero de batallas: el triangular estandarte negro, con el Árbol Blanco coronado de estrellas bordados en plata.
-Mierda, el estandarte- gruñó Ingold por lo bajo.
Otro escolta del capitán cayó, con el rostro abierto de arriba abajo por un tajo. Grem chasqueó la lengua, disparó, tiró su arco al suelo y saltó el parapeto.
-¡Qué haces!- bramó Ingold, sobresaltado, pero antes de que ninguno pudiera hacer nada, el rohirrim se lanzó como un gamo colina abajo, con su pelo rubio ondeando al viento.
Asombrados, descubrimos que su objetivo no era sino coger el estandarte del suelo y llevarlo hasta nosotros, para así salvarlo de los orcos. Él, que tanto criticaba la absurdez de los estandartes, su estúpida simbología, la injusticia de que lo arreglaran con su sueldo. Parecía inaudito. Caprichos irónicos del destino, o cosas que sólo los rohirrim pueden comprender (porque los jinetes de la Marca hay que reconocer que son temerarios hasta la exageración), pero el caso es que el pobre y silencioso Grem nunca llegó a explicarnos por qué lo había hecho, pues antes de llegar al cuerpo del alférez cayó rodando colina abajo, pasado por varias flechas.
Los dos últimos guardaespaldas del capitán Brelion, heridos, trataron de huir de allí, abandonando a su señor a su suerte, aunque lo cierto es que de poco les sirvió, ya que uno cayó a flechazos y el otro fue rodeado y tuvo que morir llevándose por delante a cuantos pudo.
Por su parte, a Brelion no parecía importarle haberse quedado solo. Había asumido ya que iba a morir allí ese día, y estaba decidido a demostrar al mundo como muere un auténtico gondoriano. Se libró de varias hojas, perdió la espada en el cuerpo de un orco, usó su daga para rebanar varias muñecas, la perdió en el cuello de otro, le rompió la nariz a un oficial orco golpeándole con su casco y alzó las manos al cielo, invocando a Ilúvatar. Nosotros disparamos otra andanada de flechas hacia los orcos que le acosaban, pero poco más pudimos hacer por el orgulloso capitán, que hasta en su muerte tuvo que hacerse destacar.
Nadie llegaba aún a reforzarnos. El próximo y último objetivo de los orcos éramos nosotros. Delante, la marea de ruidosas y repugnantes criaturas. Detrás, las profundas y frías aguas del Anduin. Pero aquella vez no iba a llegar ningún barco a sacarnos de allí. Estábamos solos y abandonados, doce hombres contra el mundo.
Volvimos a disparar contra los orcos, pero ahora teníamos el problema de que sus flechas se dirigían hacia nosotros. Bernnon cayó muerto, y los demás volvimos a cargar nuestros arcos, agazapados tras nuestro parapeto de tierra. Las flechas comenzaban a acabarse, y tuvimos que coger las que ambos difuntos nos habían dejado.
-Si salgo de ésta- masculló Ïliath, a punto de romper a llorar –subiré a la Torre Blanca y besaré las raíces del Árbol.
Y lo cierto es que demasiado poco prometía Ïliath, pues la cosa se ponía realmente fea. Los orcos ya casi habían llegado a donde yacían el estandarte, el alférez y el rohirrim, y sus flechas negras no dejaban de acosarnos, impidiéndonos casi asomarnos a disparar. El siguiente en caer fue Caid. El propio Ingold estaba pálido y le temblaban las manos. Sin duda, nunca habíamos estado en semejante situación. Eremir se asomó a disparar y cayó de bruces sobre el parapeto, con una flecha entrándole por la mejilla y saliéndole por la nuca, sangrando de la cara como un cerdo en la matanza.
Ïliath fue herido en un brazo, y a mí una flecha me pasó rozando la mejilla. Me limpié el hilillo de sangre que resbalaba por mi cara y disparé mi última flecha. Después, me dejé caer, sentado contra el parapeto mientras daba un suspiro.
-Se acabó- me lamenté, aterrado y entristecido.
Ïliath se arrancó el brazalete del hombro y se hizo un torniquete con un trozo de la camisa de Caid.
A los demás ya se les habían acabado también los proyectiles, o a lo sumo les quedaba uno.
-¿Y ahora qué, mi capitán?- preguntó Rimmon.
-Si nos rendimos nos van a matar igual- Ingold hablaba desesperanzado y apesadumbrado. –Y si intentamos cruzar el río, nos vamos a ahogar o nos rematarán a flechazos. Hagamos lo que hagamos, vamos a morir.
Todos quedamos en silencio, cada uno pensando en lo último en lo que querría pensar en vida.
-Propongo dos cosas- continuó el capitán, alzando la cabeza y tratando de mostrarse algo más decidido. –Puesto que vamos a morir, vamos a hacerlo matando a cuantos podamos antes de caer. Podemos quedarnos aquí y tratar de defender este parapeto.
Todos le mirábamos expectantes, aguardando.
-La otra cosa que podemos hacer es lanzarnos a por ellos y tratar de recuperar el estandarte. Es un poco más loco, pero como vamos a morir igual, es una muerte con honor. Por lo menos a mí me lo parece.
Nosotros nos miramos los unos a los otros. No nos quedaba mucho tiempo para decidir qué hacer.
-El estandarte- dijo Mablung con su suave voz, decidido.
-Estandarte- repitió Cirion.
-Estandarte- Rimmon, Ragnald, Durkas, Arnold y yo lo dijimos casi a la vez. Ïliath nos secundó con un gruñido de aprobación.
-Entonces- Ingold nos sonreía, esta vez no con su típica malicia, sino con el cariño y el orgullo que un capitán debe de sentir cuando descubre el buen trabajo que ha hecho con sus hombres –intentaremos recuperar el estandarte, y que ondee sobre nuestras cabezas cuando muramos. Me siento muy orgulloso de haberos conocido e instruido desde el primer día. Si hubiera unos hombres a cuyo lado me gustaría morir, esos sois vosotros- Hizo una pausa y desenfundó su espada. –Y ahora, caballeros...
Los orcos ya no disparaban. Creían rota nuestra resistencia, y esperaban que nos hubiéramos agazapado tras el parapeto para salvarnos de sus flechas, así que ya nadie llevaba el arco en la mano. Los lanceros habían pasado a primera fila con el fin de acuchillarnos en cuanto llegaran a la pared de tierra. Lo último que esperaban era que, a dos metros escasos de su objetivo, vieran aparecer de repente a un capitán, espada en mano, gritando hasta enronquecer “¡Gondor!”, y a un puñado de hombres, heridos y cansados, siguiéndole, igual de enfurecidos.
Aquella visión les hizo detenerse un segundo, segundo en el que caímos sobre ellos y los desjarretamos sin piedad, sin darles tiempo ni a poder defenderse. Nueve hombres contra más de cien, y los refuerzos seguían sin aparecer.
Nos abrimos paso a tajos, gritando como locos. Los orcos, aterrorizados, se defendían como podían mientras retrocedían sin cesar. Rimmon perdió su lanza y desenfundó su espada, Durkas cayó de bruces, herido de muerte, Ïliath se batía como un jabato pese a su brazo herido, Ingold estaba teñido de sangre orca de pies a cabeza...
Llegamos a donde yacían Grem y Thréomil, Mablung tomó el estandarte y lo alzó con un brazo, rugiendo -¡Gondor!
Nosotros gritamos y vitoreamos mientras seguíamos cargando, y el viento hizo ondear el negro estandarte sobre nosotros. Los orcos estaban cayendo a puñados, y algunos incluso nos dieron la espalda y echaron a correr. Por un momento me pareció que aún podíamos vencer, que había una salvación posible, pero éramos muy pocos. Cirion cayó, Ragnald cayó, tuvimos que detenernos y, hechos una piña, defendernos como pudimos. Mablung se resistía a soltar el estandarte mientras se batía contra varios orcos a la vez. Ingold fue herido en un muslo, a mí me rodearon, todo estaba perdido...
Y entonces ocurrió el milagro. Un destello de luz blanca apareció, muy pequeña al principio, pero iba creciendo a medida que se acercaba, sacudiéndose al viento. Y cuando estuvo cerca, vi que se trataba de un traslúcido y enorme estandarte blanco, con el árbol estampado en oro.
Reluciendo, se alzó sobre los orcos, que se volvieron asustados, y todos descubrimos a un enorme caballo de guerra alzándose sobre sus cuartos traseros, relinchando con potencia. Sobre ese caballo, grande, erguido y orgulloso, el general Boromir sostenía el estandarte, gritando y matando a diestro y siniestro. Y no venía solo. Tras él decenas, centenas incluso de caballeros de Minas Tirith, con sus pequeños pendones ondeando en sus lanzas, arrollaban a los orcos como si fueran de trapo. Guiados por nuestro estandarte, llegaron a nosotros, nos salvaron y corrieron más allá. Ahora sí, los orcos rompieron filas y huyeron a la desesperada hacia Osgiliath, pero allí tampoco hallaron salvación. Desprevenidos como estaban sus vigilantes, nada pudieron hacer por impedir que los jinetes del general entraran en la ciudad como el mar entre las rocas. Al mismo tiempo, los sureños habían sido interceptados y no lograban avanzar. El capitán Faramir lanzó un ataque simultáneo contra la ciudad desde el norte, y las defensas de ésta se derrumbaron como un castillo de naipes.
Pero ni yo ni ninguno de mis compañeros que aún conservaban la vida podíamos saber ni imaginar que habíamos ganado, que nos habíamos salvado y que encima Osgiliath se había recuperado por fin tras tanto tiempo de asedio. Me desplomé, agotado, y perdí el conocimiento allí mismo. Cuando desperté, me encontraba en las casas de curación de Minas Tirith. Me encontraba mucho mejor, y estaba rodeado de heridos y moribundos. Allí me informaron de lo ocurrido y de la feliz noticia de que Osgiliath había sido reconquistada.
Pero no todas las noticias eran buenas. Muy pocos compañeros míos habían sobrevivido. Ïliath iba a perder el brazo, así que lo iban a mandar de vuelta a su casa. Su carrera militar había terminado. Tras la muerte de Brelion, designaron a un nuevo capitán para la cuarta compañía, y por un acto tan valiente como el que había dirigido, a Ingold se le destinó a la frontera de Rohan, sustituyendo al capitán que ahora dirigía la cuarta. Ingold volvía a disfrutar del cargo que le correspondía.
A los demás nos separaron. Rimmon entró en la cuarta compañía como lancero, y a Mablung, debido a su extraordinaria puntería, lo iniciaron en la instrucción necesaria para servir con los montaraces de Ithilien.
Sin embargo, mi caso era distinto. No era un lancero, aunque se me diera muy bien la espada. Al parecer, mi destreza con el arco también había sido mencionada, y querían mandarme a alguna compañía como arquero. No había sitio para mí en la cuarta, y me habían puesto a la espera.
Fue el propio Mablung el que me puso al corriente de todo. Vino a verme para despedirse. El buen molinero había sido como un hermano mayor para mí durante todos aquellos años. Me daba mucha pena tener que decirle adiós de ese modo.
-Pero… Mablung- murmuré. Me costaba evitar las lágrimas, pero un soldado no debe llorar, y menos uno al que van a ascender por una acción semejante como la que yo había llevado a cabo. –Si yo también soy tan bueno con el arco como dicen, ¿por qué no puedo ir contigo?
¿Por qué no puedo ser montaraz?
El molinero me contempló con pena y comprensión reflejadas en sus ojos azules. Se encogió de hombros. –No soy yo el que decide estas cosas. Lo que sí que puedo decirte es que ser montaraz es muy peligroso, seguramente el cuerpo más peligroso que hay en Gondor. Ahora que Osgiliath vuelve a ser nuestra, estarás más seguro en cualquier compañía de soldados regulares.
-Eso no importa- contesté. –Llevo ya mucho tiempo jugándome la vida a diario como para preocuparme por estar seguro o no. Ingold siempre decía que si no morimos hoy es porque vamos a morir mañana. Lo único que me quedaba desde que entré en el ejército eran mis compañeros, y ahora mira: la mitad están muertos o inválidos, y el resto está desperdigado. Si me dieran a elegir entre ser un oficial en la Ciudadela o ser un simple soldado perdido en Ithilien me iría a Ithilien sin dudar, sólo porque allí tengo a un amigo. A un amigo de verdad.
Ambos quedamos mirándonos a los ojos unos segundos. Parecía que ni él ni yo sabíamos qué decir. Entonces, se oyó un tímido carraspeo procedente del umbral de la puerta. Ambos miramos hacia allí.
Joven y apuesto como siempre, con su rizada melena pelirroja y el árbol estampado en plata sobre su peto de cuero, el capitán Faramir nos observaba.
-Mi capitán- saludó Mablung. Yo incliné la cabeza en señal de respeto. Los ojos verdes de Faramir se detuvieron sobre mí.
-Te recuerdo- me dijo, -tú te llamas Damrod, si la memoria no me falla, ¿verdad?
Yo asentí, estupefacto. ¿Cómo era posible que Faramir se acordase de mí dos años después de que yo hubiera llevado un mensaje de su parte?
-Venía a decir a mi nuevo soldado que esta noche partimos hacia Cair Andros, para que estuviera listo, pero no quería interrumpir, por lo que he escuchado toda la conversación.
-Mi capitán- traté de excusarme –aceptaré cualquier destino que se me asigne. Simplemente quería decir que me duele separarme de mis compañeros.
Faramir me sonrió con curiosidad. –No debes disculparte, Damrod- me dijo con simpatía. –Si hay alguien que crea que su mayor tesoro son los compañeros, ese soy yo. Y no dudo de que aceptaras cualquier destino. He hablado con Ingold y he leído tu hoja de servicios. Eres leal y obediente hasta la muerte. Tampoco es necesario que renuncies a tu recién ganado grado de oficial, puesto que bien te lo has ganado. Tu valentía y tu temple son cualidades que yo valoro mucho, así como tu buena puntería, que te ha convertido en oficial de arqueros.
-Mi señor- volví a inclinar la cabeza, agradecido por tantos cumplidos.
-Así que- continuó él, -si tanto deseas ser montaraz y permanecer junto a tu buen amigo, por mí estaré encantado de aceptarte entre los míos. Total, gente como tú es la que este cuerpo necesita.
Abrí los ojos como platos. No me lo podía creer. Al menos no iba a separarme de todos, si bien mi destino era el más peligroso del mundo.
-Muchas gracias, mi capitán- tuve que hacer un esfuerzo para no abrazarle –Prometo corresponder a la confianza que habéis depositado en mí. Os prometo ser un soldado ejemplar, leal y valiente.
-No lo dudo- respondió Faramir, dirigiéndose hacia la puerta. –Y una cosa más- añadió, volviéndose y guiñándome un ojo, -Trátame de tú.
Y así, esa misma noche partí hacia la isla de Cair Andros, convertido en un sargento del cuerpo de montaraces. Tendría que hacer unas semanas de instrucción en la isla, pero a partir de aquel momento sería los ojos y oídos del reino, compañero inseparable de Mablung y de otros muchos soldados, los más valientes de Gondor. Y, sobre todo, empezaría una estrecha amistad con el capitán Faramir, que con el tiempo llegaría a nombrarme como su segundo y su mayor hombre de confianza.
Hasta aquí, el relato de mi vida.
Damrod
Eärnil, si yo te he animado a escribir tus relatos, ya puedo sentirme orgulloso de mi trabajo. Hasta ahora, tus dos relatos son (sin despreciar al resto) los mejores que he leído en esta página. Un saludo.