Relato Los montaraces de Gondor eran un cuerpo de élite muy selecto, temido y respetado por todos. Todo guerrero de Gondor apreciaba mucho la compañía de un montaraz, pues su sola presencia le inspiraba confianza y una sensación de seguridad. Ser montaraz equivalía a ser respetado, y eso era lo que yo esperaba recibir cuando el capitán Faramir en persona me concedió acceder al cuerpo: respeto. Nunca en mi vida había estado tan equivocado. En las seis semanas que pasé adiestrándome para tener los conocimientos básicos para poder sobrevivir, descubrí que un montaraz poco o nada tenía que ver con la superioridad, sino con el sacrificio y completa entrega.



EL BARCO DE LA GRAN ESPUMA

Los montaraces de Gondor eran un cuerpo de élite muy selecto, temido y respetado por todos. Todo guerrero de Gondor apreciaba mucho la compañía de un montaraz, pues su sola presencia le inspiraba confianza y una sensación de seguridad. Ser montaraz equivalía a ser respetado, y eso era lo que yo esperaba recibir cuando el capitán Faramir en persona me concedió acceder al cuerpo: respeto. Nunca en mi vida había estado tan equivocado. En las seis semanas que pasé adiestrándome para tener los conocimientos básicos para poder sobrevivir, descubrí que un montaraz poco o nada tenía que ver con la superioridad, sino con el sacrificio y completa entrega.

Cair Andros es una gran isla fluvial en medio del Anduin, situada al norte de Gondor, en la misma frontera del reino. Pese a estar dentro del feudo de Anórien, la isla es propiedad del ejército, administrada por el propio senescal. Antaño fortificada para protegerla de los ataques orcos, es el lugar donde los montaraces de Gondor son adiestrados antes de ser enviados a la muerte.
No éramos más de diez alumnos, seleccionados de entre los mejores arqueros de todas las compañías que combatían a lo largo del Anduin. Nuestro maestro era un viejo veterano, antaño montaraz, llamado Thalas Patapalo. Si el capitán Ingold era duro, este hombre daba miedo. Tenía una melena ondulada y gris, sucia y grasienta, que le caía hasta los hombros. Una enorme cicatriz rosada le cruzaba la frente pasando por su ojo derecho, cubierto por un parche. El izquierdo era un ojo azul, frío, que parecía mirar siempre con rabia. Mal afeitado y siempre vestido con el pálido atuendo de los montaraces, le faltaba la pierna izquierda de rodilla para abajo. El primer día nos contó, o, mejor dicho, nos bramó que un troll se la había cercenado de cuajo durante una escaramuza en las montañas sureñas de Emyn Arnen, poniendo fin a sus días como montaraz. Y el ojo lo había perdido de forma aún más épica, si cabe. Acechando un campamento orco cerca de Osgiliath, hacía casi veinte años, había sido descubierto por un huargo. El jinete de la bestia, nada menos que el propio Gothmog, el lugarteniente de Minas Morgul, temido por todos los guerreros de Gondor. El huargo se había abalanzado sobre él, pero Thalas logró matar al animal de un certero disparo. Desenfundó su espada para rematar al general orco, dispuesto a presentar su valorada cabeza en la ciudadela de Minas Tirith, pero el astuto Gothmog se revolvió rápido, y entablaron un combate cuerpo a cuerpo en el que Gothmog recibió un tajo en la comisura izquierda que le deformó la boca, mientras que Thalas tuvo que huir con el ojo destrozado, antes de que llegaran refuerzos para el líder enemigo.

Un tipo con agallas, Patapalo. Y con muy mala sangre. Nada más llegar a la isla, nos ordenó desnudarnos completamente. Teniendo en cuenta que el frío ambiente del Anduin calaba los huesos en toda la maldita isla, no fue del agrado de nadie. Acto seguido, nos tendió unos uniformes completos de montaraces: botas de cuero reforzadas, impermeables, que se adaptaban al pie y llegaban hasta la rodilla. Un par de aquellas botas podían durar toda la vida; unos ligeros calzones de paño, muy ceñidos y cómodos, que permitían moverse con facilidad; unas túnicas de color pardo, también muy cómodas y que, sin embargo, abrigaban mucho y ofrecían un buen camuflaje; unas ligeras protecciones, en su mayoría de cuero reforzado, para brazos y muslos; un coleto de cuero, ligero, era la máxima protección que un montaraz podía permitirse; unos finos guantes negros que dejaban los dedos al descubierto; unas duras muñequeras con el árbol blanco grabado, ideales para poder disparar sin riesgo de dañarse la muñeca, unas bragas de cuello cálidas y destinadas a cubrir el rostro casi por completo; y, lo más importante, las célebres capas de montaraz.
Un montaraz no tiene armadura, explicó. La coraza que protege su cuerpo es el sigilo y la invisibilidad. Esas capas sólo le sirven a quien sabe emplearlas. Yo os enseñaré a emplearlas. Si aprendéis o no es cosa vuestra. Sabréis si habéis aprendido la lección cuando entréis en acción. Un montaraz sólo cometerá un error en su vida, y os aseguro que no tendrá tiempo ni para arrepentirse.

Además, nos entregó unos arcos de tejo largos, de la altura de un hombre, con finas cuerdas hechas de tripa de jabalí, y unos carcajes de piel de conejo con veinticuatro vidas. Los montaraces tenían la costumbre de llamar vidas a las flechas, tal era su puntería. Por tradición, un montaraz siempre emprendía una expedición con veinticuatro flechas. Si ésta salía bien, podía recuperarlas de los cuerpos de sus enemigos. Si salía mal, las flechas eran inútiles, pues debía esfumarse entre el follaje. Además, nos dio dos cuchillos: uno largo, una especie de espada corta, que sólo servía para usarse cuerpo a cuerpo en casos de extrema necesidad. El otro, una pequeña daga curva, más manejable, con una vaina de cuero que se colgaba del pecho. Tenía infinidad de usos, para la caza, para rematar enemigos, para cortar en general, ya que eran de un material muy resistente y de un filo muy fino que permitía cortar prácticamente cualquier cosa. Y, lo mejor de todo, eran arrojadizos. Eran muy costosos, nos explicó Patapalo. Cada montaraz sólo tendría uno, que le acompañaría toda su vida. Perderlo significaba quedarse sin él, y para un montaraz era toda una faena. Nos enseñó a cuidarlo, a afilarlo y pulirlo diariamente, y nos insistió en que lo limpiásemos siempre después de usarlo.

En la muralla sur de la fortaleza había barracones, pero eran para los soldados. Nosotros dormíamos sobre el suelo, envueltos en nuestras capas. Thalas nos advirtió que ya no volveríamos a dormir sobre una cama hasta el fin de nuestros días, y, en efecto, así fue.

-Estas capas serán vuestro único lecho- nos dijo, -Olvidaos de mujeres, pues estas capas serán la única compañera que va a calentar vuestro lecho todas las noches. Y, puesto que os van a ser fieles, vosotros les vais a ser fieles a ellas, ¿entendido?

-¡Sí, mi capitán!- respondimos todos. Cada vez que Thalas hacía una pregunta, había que responder gritando y acabando la frase con “mi capitán”. Según nos dijo un centinela, la última vez que un alumno respondió sin llamarle capitán, pasó la noche metido hasta el cuello en la fría ciénaga que cubría el norte de la isla, sosteniendo los dos cuchillos y el arco con los brazos en alto. Si por la mañana están sucios, le había dicho Patapalo, permanecerás ahí hasta que acabe el período de adiestramiento.

Y con tanta “tranquilidad” como nos había inspirado nuestro nuevo superior, nos fuimos a dormir aquella primera noche. Muchos fuimos incapaces de conciliar el sueño, debido a los nervios. Yo, por ejemplo, pasé la noche hablando con Mablung acerca de lo que nos esperaba. El antiguo molinero me tranquilizó, como siempre, aunque por primera vez desde que le conocía percibí un atisbo de inseguridad en su voz. Realmente nos habíamos metido en la boca del huargo.

No volvimos a pasar otra noche hablando antes de dormir. Básicamente porque casi no volvieron a dejarnos dormir. Y, cuando lo hacían, caíamos rendidos como bebés. Nos despertó Patapalo por la mañana, y no lo hizo gritando, como solía Ingold. De hecho, no abrió la boca. Sostenido sobre su pierna buena, descargó sobre todos nosotros una interminable somanta de golpes con su pata de palo. En ayunas, nos hizo correr una vuelta por la orilla de la isla, lo cual son casi veinte millas. Y, cuando creímos que podríamos desayunar al fin, nos ordenó formar ante él. A su lado, un montaraz sostenía una bandera negra con una estrella blanca en el centro.

-¡Esta es la bandera de nuestro cuerpo! ¡La estrella representa la isla de Númenor, el reino vuestros antepasados! - gritó Patapalo. -¡Vais a jurar defender esta bandera con vuestra miserable vida! ¿Entendido?

-¡Sí, mi capitán!

-¡Tú!- le gritó a Mablung -¡Besa tu bandera!
Mablung se adelantó, hincó una rodilla en tierra y besó la bandera de los montaraces.

-¡Tú!- me gritó a mí – ¡Honra a tu cuerpo!

Me adelanté e hice lo mismo que había hecho Mablung. Luego, volví a mi sitio, un poco temeroso. Thalas me hacía sentir incómodo.

-¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo?- me gritó, clavando en mí su perforador ojo.
-¡No, mi capitán!
-¡Te he visto dudar! ¿Es que acaso piensas que tu vida vale más que esta bandera? ¿Qué no la vas a defender como debes?
-¡No, mi capitán!

De pronto, me golpeó en la mejilla con un puñetazo que hizo crujir algo en mi cara. Fue tan rápido que me enteré antes por el dolor que por verlo venir.

-Este puñetazo lo has recibido por tu bandera. ¿Estás orgulloso?
-Sí, mi capitán- musité, aún sorprendido. Al instante, me propinó otro similar en el otro lado.
-¡No lo has dicho con orgullo! ¡¿Estás orgulloso?!
-¡Sí, mi capitán!- grité con todo el ímpetu del que fui capaz.
-¡Eso está mejor! ¡Mucho mejor!- me gritó. Y pasó al siguiente.

Al acabar, aún estábamos exhaustos por la carrera. Y hambrientos. Sin embargo, nos hizo practicar con el arco. Golpeaba un saco que pendía de una cuerda muy larga, de modo que éste se movía mucho, y teníamos que acertarle. La distancia inicial eran diez pasos. Según él, iría aumentando con los días. Había que disparar tres flechas y acertar al menos dos. Cuando habíamos disparado todos, nos ordenaba hacer cincuenta flexiones a un ritmo muy rápidos. Quería que estuviésemos agotados al disparar, para tener menos reflejos. Eso agilizaría nuestra puntería. Al acabar de disparar, todos lo que hubiésemos fallado más de un disparo en cada tanda debíamos cruzar el río a nado tantas veces como tandas hubiésemos fallado. Sólo se libraron Mablung y otro. Un hombre de baja estatura, pelo corto, semblante serio y mirada penetrante llamado Anborn. Sólo había fallado un disparo. Su puntería era impresionante.

Al fin nos dieron de comer. Ya no podía considerarse desayuno, pues había pasado el mediodía. Se trataba de carne fría y algunas bayas. Raciones muy escasas. Aquello era insufrible, pero tan sólo un pequeño aperitivo de lo que nos esperaba.
Aquellas semanas fueron un no parar. Sólo teníamos una comida al día, y a menudo la teníamos que conseguir nosotros en un escaso margen de tiempo. Aprendimos a hacer arcos y flechas, a arrojar razonablemente el cuchillo, a ocultarnos entre la espesura, a caminar sin hacer ruido, a disparar a grandes distancias pequeños objetivos en movimiento, a hacer guardias nocturnas viendo en la oscuridad… Al menos una vez cada tres días, Thalas Patapalo nos preparaba algún reto. Desde un vivac en la maldita ciénaga hasta escaramuzas entre nosotros.
Recuerdo que una vez nos vendó los ojos a todos y ordenó a algunos soldados que nos llevaran a Ithilien, separados, a cada uno a un lugar. Cuando el soldado decidía que ya estábamos lo bastante lejos, nos desataba la venda y nos daba dos mensajes con instrucciones. Las primeras eran conseguir comida. Luego, descubrimos que esto era sólo una distracción para que los soldados pudieran volver a Cair Andros. El segundo mensaje nos explicaba que debíamos buscarnos la vida para volver a la isla, y entrar en ella sin ser vistos. Todo aquel que fuera arrestado intentando entrar, volvería a empezar de cero desde más lejos. Hasta que volviésemos, habíamos muerto para el reino. Era como si no existiésemos. Nuestra vida era responsabilidad nuestra. Y, en un bosque tan frecuentado por orcos y haradrim, aquello era de todo menos consolador. No logré entrar hasta el día siguiente, y no fui el último en llegar. Ni el penúltimo. El hecho de que Cair Andros fuera una isla, dificultaba las cosas, pues las capas de poco servían en el río. Tuve que entrar por la ciénaga, caminando debajo del agua, congelado, calculando mentalmente por dónde iba y respirando por la caña de un junco que, para colmo, tenía un agujerito.

El primero en llegar fue el silencioso Anborn. Parecía que aquel misterioso hombre había nacido para ser montaraz. Todo lo hacía bien.
El más habilidoso con el cuchillo era Leram, un tipo rubio y relativamente joven en comparación con nosotros. El resto no destacábamos especialmente, aunque debo reconocer que la fuerte amistad entre Mablung y yo nos hizo pasarlo mejor que a muchos, pues al menos teníamos en quién apoyarnos.

El siguiente reto fue quitarnos la comida de un día, que ya de por sí era poca. Había que encontrarla por la isla, y no fue tarea fácil. Pero el hambre espabila al más dormido, y, como buenamente pudimos, todos conseguimos comer. Un hombre de tez pálida y pelo rizado, Súrion, pasó la noche durmiendo fuera, solo en territorio hostil, como castigo por haber robado de la despensa, creyendo que en realidad la prueba consistía en eso.

También aprendimos mucha astronomía, más de la que ya sabíamos, pues en Gondor las estrellas son muy importantes para nosotros. Y geografía. Sobre todo geografía. A reconocer plantas, aves, animales, distinguir entre bayas o setas venenosas y comestibles, los caminos y montañas de Gondor, e incluso las colinas y los prados, empleando mapas de muy pequeña escala. Acabé conociendo Ithilien como la palma de mi mano, pese a haber estado allí muy pocas veces. Nos enseñaron medicina, plantas curativas y primeros auxilios, no sólo para curar a un posible compañero herido, sino para curarnos nuestras propias heridas, por graves que fueran.

Y al fin llegó la última noche. Al día siguiente partiríamos hacia Hennet Annun, un escondite que los montaraces tenían para hacer de cuartel general en Ithilien Norte. Era tan secreto que ni siquiera nosotros sabíamos dónde se encontraba hasta que llegamos allí. En los feudos se hablaba de Hennet Annun como una leyenda. Muchos decían que en realidad no existía, que eran historias contadas por quienes tenían mucha imaginación. Lo que yo había oído acerca del lugar es que era una cueva oculta a ojos de todos, imposible de encontrar excepto para quienes ya conocían su localización, protegida por antiguos hechizos, y con un laberinto de túneles y galerías que sólo los montaraces conocían, y que llevaba a muchas salidas a lo largo de todo Ithilien. Incluso había versiones que hablaban de un tesoro oculto en sus profundidades. Posteriormente comprobaría que todo eso era mentira.

Pues bien, esa noche tampoco dormimos. Esa noche jugamos al gato y al ratón entre nosotros. A la mitad de nosotros nos entregaron una pequeña estampita con el Árbol Blanco y las siete estrellas. A la otra mitad, nada. Sólo contábamos todos con nuestras capas. El objetivo era entregarle las cinco estampas a Thalas, el cual tampoco sabíamos dónde estaba. A quienes consiguieran entregarlas, se les asignarían cargos superiores para nuestra partida. El juego estaba en que, quienes no tenían esa estampita, debían hacerse con una para entregarla. Y, quienes la perdieran, debían hacerse con otra. Tampoco sabía nadie dónde estaba Patapalo, y quien le encontrase, intencionada o casualmente, debía quedarse con él, tuviera estampita o no. Cuando Thalas Patapalo tuviera en sus manos todas las estampitas, acabaría el juego. Con el consiguiente castigo para quienes hubieran llegado con las manos vacías.

A mí me tocó llevar estampita desde el principio. Tenía la ventaja de que nadie sabía quién las tenía y quién no. Aunque tampoco habría servido de mucho saberlo en aquella oscuridad.
Empecé en las murallas de Cair Andros. La luna caía sobre mí. Yo tenía miedo. Tenía mucho miedo. No quería perder la estampita. Inevitablemente, la imagen de Anborn me venía una y otra vez a la mente, su rostro sereno, su mirada impávida. Era el mejor de todos nosotros. Tenía la sensación de que, de un momento a otro, iba a aparecer de la nada para inmovilizarme y robarme la estampita. Porque ésa era otra de las gracias del juego. Al no saber quién tenía estampita y quién no, debías atacar a todo el que te encontrases, inmovilizarle y registrarle hasta encontrar algo, sin saber siquiera si tenía algo.

Sin atreverme a ir hasta las escaleras, me descolgué por el adarve y caí sigilosamente sobre el suelo, flexionando las piernas en la caída para no hacer ruido, y apoyándome con las manos en el suelo. Mi corazón dio un brinco. Tenía la sensación de haber sido muy ruidoso. Me agazapé contra el suelo, me cubrí el rostro con la braga y me envolví en mi capa, echándome la capucha. Oía los latidos de mi corazón, y temí que alguien más pudiera oírlos. Lo malo de aquella isla es que era una fortaleza. No había ningún sitio para esconderse. Todo eran campos de entrenamiento, despejados para facilitar el movimiento de las tropas. Así que permanecí en mi sitio y busqué alguna sombra, algún movimiento. No sabía adónde ir, y sentía que todo aquello me venía muy grande. Pensé en la ciénaga. Aquellas semanas había quedado probado que a Thalas le gustaba ese sitio. Tal vez estuviera allí. Cuatro millas me separaban de ella.
Comencé a moverme con sigilo, a veces reptando, a veces pegado a la muralla. Cada poco me detenía a escuchar, a observar, siempre sin ver nada. La imagen de Anborn no se me quitaba de la cabeza. Tal vez él tenga estampita, me dije, tratando de tranquilizarme. Tal vez ya esté buscando a Thalas para entregársela.
Pasó mucho tiempo, una hora, tal vez dos, hasta que llegué al fin a la ciénaga. Me había costado una eternidad, pero al fin lo había logrado. Tampoco vi a nadie por allí. Contento, comencé a buscar a Patapalo, evitando las zonas con agua, para no salpicar. Finalmente, vi una figura acuclillada, con la capucha puesta, aguardando. Estaba tan bien escondida que no la vi hasta que estuve relativamente cerca.

-¿Mi capitán?- pregunté.

Al parecer, no me había visto. Sobresaltado, se volvió hacia mí. No me creía lo que estaba pasando. Thalas tenía que estar allí. La ciénaga no era muy grande, y allí no había nadie más. Estaba tan seguro de que el capitán estaría allí...
Dando un respingo, me volví sobre mis talones y eché a correr cuanto pude. La figura se abalanzó sobre mí como un felino. Estaba allí, sola, esperando. Y, sin embargo, no tenía estampita. De lo contrario, no me perseguiría. Thalas no podía estar allí. Sería demasiado fácil, pues sería el primer lugar donde todos pensasen que podría estar. Sólo alguien que no pensase con la mete fría podría haberlo dado por hecho. Y ese alguien era yo. Sólo alguien que pensase con la mente muy fría podría suponer que alguien iría allí a buscar a Patapalo. Y ese alguien era Anborn. Me llevaba acosando toda la noche en mis pensamientos, y ahora me perseguía en carne y hueso. Llevaba allí mucho rato, esperando a que alguien apareciera.
Un trozo de tierra se hundió bajo mi pie, y metí la pierna entera en el agua de la ciénaga. En ese momento, Anborn saltó sobre mí. Ambos caímos al lodo, y en plena caída le propiné un puñetazo entre la nariz y la boca. Tal vez él fuera el mejor montaraz de todos nosotros, pero yo había pasado siete años aprendiendo del capitán Ingold, y a mucha honra. Había llegado el momento de poner en práctica lo que él me había enseñado de la lucha sin armas. Anborn cayó, aturdido. Sangraba de la nariz y la boca. Pero, una vez más, los nervios me traicionaron. Aquella era la ocasión en que debí aprovechar para dejarle inconsciente y desaparecer de allí, pero en vez de eso, me levanté y traté de echar a correr, dando un traspié de nuevo por culpa del agua. Desde el suelo, Anborn lo vio, e impulsándose sobre un solo brazo, lanzó una patada lateral girando todo su cuerpo, haciendo que el ángulo de su pie y su espinilla se cerrase sobre mi pierna, haciéndome caer de bruces. Nada más caer al suelo, Anborn aprovechó el impulso para levantarse y pasarme su brazo por el cuello, apretando para cerrarme la tráquea y las arterias que suben al cerebro. Antes de que pudiera hacer nada por intentar liberarme, había perdido el conocimiento.

Desperté sin saber muy bien lo que había pasado, y tardé unos instantes en concienciarme de ello. Sobresaltado, miré a las estrellas. No había pasado mucho tiempo. Acto seguido, comprobé que, en efecto, Anborn me había robado la estampita. Sentí ganas de llorar, tal era la rabia. ¿Por qué no usaría más la cabeza?
Respiré hondo y me incorporé. Tal vez los demás aún no hubiesen llevado a Patapalo sus estampitas. Y yo ya no tenía nada que perder.
Pensé en dónde podría estar Thalas. El juego sólo podía desarrollarse dentro de la isla. Cair Andros. En sindarin, significa “barco de la gran espuma”. El nombre se debía a la forma de la isla. La isla tenía la forma de un enorme navío, contra cuya proa rompían las aguas del Anduin, formando enormes borbotones de hermosa espuma blanca. El juego se desarrollaba dentro de un barco. Y quien manda en un barco es el capitán. El capitán Thalas Patapalo era un hombre muy autoritario, de modo que él era el capitán. ¿Y dónde puede estar el capitán? En ese momento me debieron de brillar los ojos. ¡En el camarote del capitán, es decir, en la popa!
La ciudadela de la fortaleza. Tenía sentido. No dejaba de ser una hipótesis, pero al menos estaba más elaborada que la primera.
Eché a correr hacia allí, moviéndome siempre con sigilo y cautela.

Estando cerca, distinguí una figura alta que se movía entre unos montones de paja. No era Anborn, desde luego. Pero tal vez tuviera una de las malditas estampitas. Vi que también se dirigía hacia la ciudadela. Al menos, yo no era el único que había pensado lo del barco. Avancé a gatas hacia él, y se volvió varias veces, seguramente al oírme, pero no llegó a verme. Y, cuando se agazapó tras el último de los pajares para ver el panorama antes de salir, salté sobre él y, como había hecho Anborn conmigo, Le agarré del cuello y le corté la respiración. A diferencia de mí, él forcejeó mucho, y le tuve que sujetar los brazos con mi brazo libre varias veces. Al final, tras unos minutos de tira y afloja, conseguí dejarle sin sentido. Y, en efecto, bajo el coleto había premio. Decidí quitarle la braga para ver quién era, y se me borró la sonrisa de la cara. Mablung. Acababa de jugársela a mi amigo. Maldita sea.
Sabiendo que ya no había remedio, me decidí al menos a entregar aquella estampita sin que me la quitaran. Por él. Logré trepar a la ciudadela (estaba seguro de que habría alguien escondido vigilando la puerta) y, en efecto, en la sala de reuniones, estaba el capitán Thalas. A su lado, Anborn y Telemnar, un hombre fuerte y astuto, eran los únicos que habían llegado.
Poco después entró Leram. Tal y como yo había sospechado, había permanecido vigilando la entrada de la ciudadela para asaltar a quien entrase con una estampita. De buena me había librado. Sólo quedaba una estampita por aparecer. Deseé con todas mis fuerzas que Mablung se hubiese hecho con otra. Pero no fue Mablung, sino Minastir, un espigado y pálido soldado, quien entró con ella, con el intrépido Súrion, derrotado, pisándole los talones.

Thalas nos explicó que nosotros cinco seríamos sargentos mayores montaraces. El resto sólo sargentos. Por el mero hecho de ser montaraz, uno ya era sargento dentro del ejército gondoriano. Nuestros ascensos a partir de ahí ya eran cosa nuestra. Nombró a Anborn jefe provisional de nuestra partida, hasta que la guerra o el oficial correspondiente nos asignara uno definitivo.

-No tengo más que deciros- nos dijo Patapalo, -salvo desearos mucha suerte. El reino confía en vosotros.
-¡Gracias, mi capitán!

Quedaban pocas horas para que el sol rayara el alba. Y fuimos a dormir un poco, para recuperar fuerzas. Sin querer, mi mirada se cruzó con los tranquilos ojos azules de Mablung. Me sonreía con sinceridad, y aquello me hizo sentirme aún peor.

-Lo siento, le dije. No sabía que eras tú- traté de disculparme.
-Yo sí te reconocí- respondió él, -en cuanto te echaste encima de mí. Lo hiciste muy bien, Damrod. Puedes estar orgulloso.
-Pero por mi culpa tú ya no serás sargento mayor- insistí. Él se encogió de hombros.
-Hoy te lo has ganado tú- se limitó a decir.
-Sin embargo, yo pienso que tú estás más preparado para asumir el mando que yo- no quería dar mi brazo a torcer. Mablung era para mí como un hermano, y lo que había pasado me rompía el corazón.
-No te tortures- me animó el molinero, dándome una palmadita en el hombro –tienes experiencia de sobra para cargar con esto. Y yo seguiré a tu lado, para ayudarte cuando lo necesites. Te conozco desde que tu madre te trajo al mundo, y he combatido a tu lado siete años. Si, pese a todo, has sido capaz de sorprenderme, ya pueden temblar los orcos de todo Mordor, porque hay un nuevo montaraz vigilando Ithilien- sonrió, guiñándome un ojo, antes de envolverse en su capa.
Yo me envolví también en la mía, más tranquilo, y muy animado por las palabras del bueno de Mablung. Miré a las estrellas, desde donde mis antepasados contemplaban con orgullo cómo yo seguía derramando mi sangre por el reino. Una nueva aventura me esperaba. Gondor me iba a exigir mucho ahora, y yo, con la incondicional ayuda de Mablung, esperaba estar a la altura. Hasta aquí, el relato de mi vida.

Damrod


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